Aprendiendo de Patricia
El otro día me pasó una de esas cosas que marcan un antes y un después en la vida. Fue uno de esos acontecimientos que te hacen pararte a pensar y replantearte si el camino que sigues está cogiendo la dirección y la intensidad adecuada.
Hoy quiero compartir contigo ese momento, de apenas 10 minutos, que me acompaña desde entonces y me impulsa a sacar lo mejor de mí misma.
Yo, como siempre, iba de un lado al otro, en este caso a presentar un Cine fórum sobre Mandela, en unos cines de Barcelona. El acceso a estos cines es curioso, tiene escaleras y rampas para bajar hasta una plaza donde está la entrada. Yo empecé a bajar las escaleras como otras tantas veces, en mi espalda mochila y ordenador y en mi manos esa maleta con ruedas, que se ha convertido en una extensión de mi brazo. Me crucé con una chica que, apoyada en la baranda, tenía una gran dificultad para subir. Pasé de largo y, al llegar abajo, seguí mirándola hasta que, de repente, me di cuenta de que ni siquiera le había preguntado si necesitaba ayuda. Puede que el pudor, la vergüenza o ese sentimiento de no meterte en la vida de los demás me impulsaran a una actitud tan egoísta, así que, tras observar que la chica necesitaba casi 20 segundos para subir una pierna al siguiente escalón, decidí dejarlo todo en el suelo, me acerqué y le pregunté: “¿Necesitas ayuda?” A lo que ella, con una sonrisa enorme, me contestó: “Sí, ¿puedes darme la mano?” Empezamos a hablar y me contó que salía del gimnasio. Yo no salía de mi asombro al ver cómo alguien, con tal dificultad de movimiento, acudía a un gimnasio o estaba sola en la calle, pero seguimos hablando… Me contó que se llama Patricia, que va al gimnasio porque necesita hacer deporte, pero que, a su vez, cuando sale está tan agotada que aún le cuesta más moverse, si cabe. La tenía cogida con mi mano y en un momento le pregunté: “¿Has visto que un poco más adelante hay una rampa?” Y ella me contestó: “Claro que sí, pero si una sola vez cojo la rampa en vez de las escaleras, nunca más querré volver a hacer este esfuerzo y necesito hacerlo”.
Acompañé a Patricia hasta un taxi y comprobé que no podía mantenerse sola en equilibrio, pero ella se fue y su voz se quedó conmigo: “Si una sola vez cojo la rampa en vez de las escaleras, nunca más querré volver a hacer este esfuerzo y necesito hacerlo”.
Un montón de reflexiones vinieron a mi cabeza:
- ¿Cuántas veces simplemente hacemos lo que tenemos que hacer y pensamos que con eso es suficiente sin pararnos a pensar si lo que hacemos sirve para lo que tiene que servir?
- ¿Cuántas veces estamos tan ocupados que olvidamos que hay otros caminos? Sí, más duros pero que son los que nos ayudan a mejorar.
Yo puedo moverme sin problemas y subir escaleras es bueno para mi salud, pero vivo en un primero y subo en ascensor. Yo no tengo un problema de salud pero sí mucha gente a mi alrededor a la que puedo ayudar y la inmensa mayoría de las veces no encuentro el tiempo para compartir con ellas. Y no, tampoco parece que una silla de ruedas sea mi destino (aunque nunca se sabe) y sí, además tengo trabajo, pero en la inmensa mayoría de mis días creo que solo con trabajar mucho ya hago todo lo que tengo que hacer. Ahora, gracias a Patricia, sé que no vale; no vale trabajar si lo que haces no es útil, no sirve tener amigos si no les das lo mejor de ti mismo, no sirve tener pareja si no te esfuerzas cada día para hacerle feliz…
Patricia, esto va para ti, por enseñarme que me justificaba a mí misma utilizando la rampa sin plantearme que lo que necesito es subir contigo por las escaleras.
Y tú, ¿subes rampas o escoges la escalera?